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El Secreto para ser un gran escritor

Yo tenía unos trece o catorce años, calculo, y ya hacía como dos o tres que había descubierto que no quería ser ni agente secreto, ni futbolista, ni maestro de esgrima, gracias a que un día cualquiera, mientras comíamos, mi padre, que me estaba escuchando presumir de que mi profesora del colegio me tenía como el niño con más imaginación de la clase, me sugirió que me hiciera escritor. Yo no lo he olvidado nunca, mi padre seguramente sí lo hiciera, o quizá tampoco si terminó asociando la charla de aquella sobremesa con mi insistencia acerca de las cosas de la casa que yo consideraba que estaban relacionadas con el oficio literario, o sea, la máquina de escribir Lettera 32 de color azul, que mi padre usaba para rellenar los albaranes y en la que yo empecé a escribir emulando a los escritores norteamericanos que veía en las películas tipo Jack Torrance, y los libros medio rotos en su mayoría que se esparcían por la panera (que era como llamábamos en casa a el cuarto que usábamos de trastero), que mi padre había leído años atrás mientras tuvo suficiente vista y ganas y con los que me inicié en la lectura; títulos como ‘Sinuhé el Egipcio’, ‘Una tumba para un delfín’, ‘El Lazarillo’, y, sobre todo, novelas de Delibes, concretamente ‘Las Ratas’ y ‘El camino’, dos historias que latían en el mismo mundo rural del que todavía yo no había salido, y que hablaban de niños como yo y de cómo se relacionaban con los otros niños de la época, con los adultos y sus oficios, con la miseria de los pueblos de Castilla que afortunadamente en los años de mi infancia se había dejado atrás, y cuyo autor era una persona relativamente cercana, era de Valladolid como yo (él nacido en la capital, yo en un pueblo de la provincia), todo lo cual eran motivos más que sobrados para que Miguel Delibes fuera mi escritor favorito, al menos, de entre los escritores vivos. Por eso casi derramo el refresco que me estaba tomando para ayudar a pasar el pincho de bacalao que estaba compartiendo con mi padre en aquel bar del Polígono de Argales, cuando entró por la puerta, vestido con atuendo de cazador. ‘¿Qué haces?’, me recriminó mi padre, viendo lo cerca que había estado de ponerle los pantalones pingando de lo que llamaba con socarrón desprecio caldo americano. Él no lo había visto entrar porque estaba de espaldas a la puerta, y yo tampoco me atrevía a decirle nada, inseguro de que aquel señor fuera la persona que sospechaba, hasta que el camarero le saludó con un ‘Buenos días, don Miguel’ que me sacó de dudas. Entonces mi padre se volvió y tras reconocerlo intento avisarme de quién era aquel señor sin que se notara, con movimientos discretos de cabeza y susurros casi mudos que pronunciaba vocalizando exageradamente, con la esperanza de que yo pudiera leer en sus labios el nombre de Miguel Delibes. Cuando a mi padre le quedó claro que yo también lo había reconocido me sonrió, con una de esas muecas suyas que arrancaban en una pequeña carcajada y que tanto le sirvió durante toda su vida para ganarse la simpatía de la gente. Luego se olvidó de que Delibes estaba allí porque llegó el hombre que nos tenía que vender unos sacos de esmalte para bañar cazuelas de barro; mi padre, entre otras cosas, era alfarero, y doy fe de que era tan bueno como él mismo decía de sí mismo. Yo notaba que Delibes miraba a mi padre con mucho interés desde que había empezado a hablar de cacharros de barro con el hombre del esmalte, y cuando parecía que nos íbamos, el ilustre Don Miguel tocó suavemente el hombro de mi padre, ‘Perdone… ¿No es usted Juan, el hijo de Teófilo, el que tocaba la trompeta?’, y así era, dado que mi padre, aparte de alfarero que era el oficio que había heredado de mi abuelo Teófilo, se había ganado la vida durante mucho años tocando la trompeta, principalmente en las verbenas de las fiestas de los pueblos de toda la comarca, razón por la cual era bastante conocido por la zona entre las personas que rondaban la edad de su generación, como, tal y como nos explicó el propio escritor, era el caso de Miguel Delibes, que además de haber bailado Amparito Roca al son de su trompeta, lo había conocido siendo un niño cuando, antes de que le llegara el éxito literario, le había comprado un botijo a mi abuelo Teófilo que aseguraba todavía conservar. Estuvieron charlando un rato acerca de la arcilla y sus secretos (a Miguel Delibes le apasionaba todo lo relacionado con los oficios tradicionales) y también de música, hasta que mi padre se atrevió a involucrarme en la conversación, ‘Pues mi chico quiere ser escritor’, le espetó, y yo se lo agradecí y se lo aborrecí a partes iguales porque aunque estaba deseoso de que me que me dirigiera la palabra, mi timidez me tenía atenazado. Don Miguel me miró, buscando un sí en mis ojos, y, sonriéndome, me prendió la llama en el cuerpo que tuve, tengo y tendré mientas viva; ‘Pues si vas a ser escritor, eso se ve en las manos’, yo contesté sin hablar, solamente, supongo, con un gesto de ansiedad, impaciente por que me dijera si iba a ser o no lo que me figuraba en mis sueños, y me cogió las manos y las examinó cuidadosamente. ‘Vaya si lo vas a ser, y uno de los buenos. De los muy buenos. De esos que hay pocos. Lo único que tienes que hacer es usar mucho estas manos para escribir, si así lo haces, triunfarás. Ahora… si te dedicas a hacer el vago…’, y después de esa advertencia inconclusa se despidió de nosotros, avisando a mi padre de que se pasaría cualquier tarde por el taller a por un botijo (cosa que nunca cumplió), y se fue sin que yo me atreviera a preguntarle qué era lo que había visto en mis manos. Desde entonces, cuando me da la vida, escribo, y contemplo mis propias manos intentando encontrar qué línea del envés, qué falange, qué dedo, qué indicio es el que le hizo vaticinar con tanta seguridad que yo iba a ser un gran escritor. No he encontrado nunca la respuesta, pero vosotros mismos podéis juzgar si Miguel Delibes tenía razón leyendo El Difunto de las Cien Viudas.

El libro lo podéis tomar en préstamo en formato tradicional en la Biblioteca Municipal de Portillo, en la Biblioteca Lope de Vega en Tres Cantos, y en la Biblioteca Rafael Alberti de San Fernando de Henares. Si os resulta más cómodo, se puede conseguir en formato digital en Amazon, o a través de la plataforma E-Biblio Madrid, o directamente me lo podéis pedir y yo de buena gana os lo regalo.

El escritor en un patio renacentista meditando acerca del don de la escritura

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